Un relato evangélico

En aquel tiempo, Jesús había acordado reunirse con María de Magdala al atardecer. Mientras se ajustaba la túnica y se preparaba para la salida, María y José observaban a su hijo, conocedores de la trascendencia del encuentro. Estando en esto, María observó un pequeño tarro sobre la mesa. «Jesús, ¿hace falta ponerse tanta mirra? No queremos que María piense que intentas embalsamarte». Jesús respondió, «Madre, la mirra tiene un encanto único. Quiero que María sienta su aroma y darle a conocer su verdadero sentido». José, saliendo de su taller de carpintería, quiso intervenir en el diálogo: «Hijo, recuerda que el oro no es infinito. Si vas a invitar a María a algo especial, asegúrate también de que podamos mantener la casa en pie». Jesús asintió, «Padre, no te preocupes. Habrás oído que no hay que gastar todo el tesoro en un solo acto. Pero yo te digo: Haceos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma, ni ladrones que abren boquetes y roban. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón. Por eso deseo que ella se lleve una buena impresión de nuestro encuentro, porque el buen sembrador elige la buena tierra». Estando Jesús a punto de salir, María le recordó: «Y no quemes demasiado incienso, no deseamos que el lugar donde reposéis parezca una nube mística». Jesús respondió, «Lo tendré en cuenta, Madre. Pero el incienso nos imbuye a todos de la espiritualidad que necesitamos». Con las bendiciones de sus padres, Jesús se dirigió hacia su cita con María de Magdala, llevando consigo los regalos de los Reyes Magos como símbolos de la generosidad divina.

Aquel atardecer, Jesús y María de Magdala se encontraron en un lugar tranquilo. Jesús, dando muestras de serenidad, comenzó a compartir su sabiduría: «Hubo un hombre que recibió tres tesoros valiosos de tres sabios del oriente. Estos sabios, guiados por la luz de una estrella, le llevaron oro, incienso y mirra como expresión de su devoción y reconocimiento. El oro representa la realeza, una riqueza que brilla con la majestuosidad divina. Este tesoro nos enseña sobre el valor del servicio desinteresado, donde cada acción noble es un acto de coronación en el reino celestial. Así como el humo del incienso se eleva hacia el cielo, nuestras oraciones y actos de adoración se elevan hacia la presencia divina, creando un lazo sagrado entre el hombre y su Creador. Y la mirra, un regalo humilde pero precioso, nos habla de la fragilidad de la vida y la necesidad de la redención. La mirra es como un bálsamo que sana las heridas del alma, recordándonos que en medio de la vida terrenal, encontramos el camino hacia la eternidad. María, tu fe te ha salvado, como estos tesoros, tú eres un regalo divino. Tu corazón refleja la realeza del amor, la fragancia de la devoción y la humildad que sana las heridas más profundas. Que en nuestro caminar juntos podamos ser como esos sabios, ofrezcamos nuestros propios tesoros a este reino celestial que se construye con actos de amor y compasión, pues en verdad te digo que yo soy aquel hombre, soy el que soy, depositario de los obsequios de los tres sabios del oriente.»

María de Magdala le escuchaba embelesada, reconfortada por las palabras de Jesús. Llena de gratitud y afecto, respondió: «Oh, Maestro, permitidme relataros mi historia, marcada por la pesadumbre hasta que la luz de vuestro amor iluminó mi camino. Nací en un pueblo sencillo, pero la vida me llevó por senderos difíciles. Mis días estaban llenos de sombras, y mi corazón, herido por las tormentas de la vida. Me vi envuelta en la oscuridad de la aflicción, poseída por siete demonios. Las miradas acusadoras me pesaban como piedras y mi alma clamaba por la liberación, hasta que un día, en mi búsqueda, os encontré a vos, Maestro. Vuestras palabras resonaron en mi corazón. Me mirasteis con ojos que veían más allá de mis errores y desesperación, como si reconocierais mi verdadero ser, no la sombra que me envolvía. Vuestra luz disipó las tinieblas que me atormentaban. Vuestro amor se convirtió en el bálsamo que sanó mis heridas más profundas, como si fuerais todo mirra. Desde entonces, mi vida ha sido una jornada de transformación, una danza de gratitud por cada paso que he dado a vuestro lado. Así, mi Maestro, en cada día gozo de la liberación de las cadenas del pasado y la resurrección de un nuevo ser. Mi corazón se llena de alegría y esperanza, y mi único deseo es seguir vuestros pasos, aprender de vuestra sabiduría y compartir la luz que habéis traído a mi vida con aquellos que también caminan en las sombras.» Jesús abrazó a María de Magdala, reconociendo la belleza de su transformación y la profunda conexión espiritual que estaba naciendo entre ellos. La abrazó y la besó en repetidas muestras de amor diciéndole: “el que come el cuerpo del Hijo del Hombre tiene la vida eterna”.

En su regreso a casa tras el encuentro con María de Magdala, el rostro de Jesús reflejaba la alegría de la pasión que florece. Se acercó a sus padres con respeto, compartiendo los encantos de la joven. «En verdad en verdad os digo que María de Magdala es una mujer celestial. Su corazón resplandece con la luz de la redención, y su espíritu refleja la belleza de la creación divina. Hay algo único en ella que me ha cautivado.» María respondió, «Hijo, no puedo dejar de notar la luz en tus ojos cuando hablas de ella. María de Magdala es una mujer admirable, y de gran belleza. Pero recuerda, tienes una misión más elevada, más allá de atarte a una sola persona.» Jesús asintió con respeto, «Madre, entiendo la grandeza de mi destino. Pero también siento que en el amor y la compasión encontramos fuerza para cumplir con nuestras responsabilidades. María de Magdala me inspira a ser mejor y a compartir el amor divino con aquellos que lo necesitan.» José, que había permanecido en silencio durante la conversación, finalmente habló: «Jesús, confiamos en que sabrás tomar la mejor decisión. Tu camino es guiado por una luz más allá de nuestra comprensión. Que la voluntad divina te ilumine en todas tus elecciones.» Jesús, agradecido por la comprensión de sus padres, reflexionó sobre las palabras de María y José con la certeza de que su camino estaba marcado por un propósito que trascendía las relaciones terrenales, y en aquel momento quiso reflejar su convicción sobre el sentido de la presencia de María de Magdala en su vida: «Madre, en un tiempo lejano, un músico tocaba su flauta en la plaza del pueblo, llamando a la alegría y la celebración, pero algunos de los presentes pasaban de largo sin prestarle atención. ‘Os tocamos flauta, y no bailasteis; os cantamos endechas y canciones tristes, y no llorasteis’. De la misma manera, Dios ha traído a María de Magdala a mi camino, como una melodía divina que invita al baile del amor y a la compasión. Su presencia es una bendición que dirige mis pasos, sería contrario a la voluntad divina no aprovechar esta oportunidad para vivir con mayor intensidad el amor que Él nos ha dado. Como el músico que busca la respuesta de la danza y la tristeza en su música, así también estoy llamado a responder al amor que Dios ha puesto frente a mí. María, con su luz y su amor, es una manifestación de la gracia, y deseo compartir esa gracia con ella y con aquellos que encuentre en mi camino.» María se quedó pensativa, mientras su esposo José, en silencio, mostraba su confianza en la guía celestial que dirigía el camino de Jesús, llevando consigo la armonía de las palabras y la certeza de que había un propósito mayor que invitaba al amor divino. Su inquietud se limitaba a algunos detalles: ¿Has respirado mucho incienso durante tu salida?.» Jesús respondió: «Padre, el incienso fue solo un aroma sutil que buscaba elevar el espíritu. El Reino de los Cielos es semejante a diez vírgenes que fueron invitadas a una boda, tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran prudentes y llevaron aceite de más para sus lámparas, mientras que las otras cinco fueron insensatas y llevaron solo las lámparas sin aceite de reserva. Así como las vírgenes prudentes se prepararon con suficiente aceite para iluminar su camino, de igual manera, busqué utilizar el incienso con moderación, no dejando que nublara mi juicio o afectara mi propósito. La prudencia es como el aceite que nutre la llama, permitiendo que la luz brille sin consumirse.» José, comprendiendo la sabiduría de la parábola, asintió con aprobación. «Entiendo, hijo. La prudencia es una gran virtud. Que la luz divina siempre guíe tus pasos.» 

Entonces Jesús se encontró con la mirada seria de su madre. «Hijo mío, habrás de reconocer que has vuelto un poco tarde, con la noche ya entrada. Y percibo en tu aliento el aroma del  vino. ¿Qué ha sucedido en vuestro encuentro?» Jesús, reconociendo la inquietud en los ojos de su madre, respondió: «Madre, me disculpo por la tardanza. Nuestro encuentro fue intenso y profundo. El Reino de los Cielos es semejante a un dueño de casa que salió temprano a contratar trabajadores para su viña. Acordó con los primeros pagarles un denario por el día. A lo largo del día, contrató a más trabajadores, y finalmente, a la hora undécima, contrató a otros. Cuando llegó el momento de recibir su pago, los jornaleros que llegaron al final del día recibieron un denario, al igual que los que trabajaron desde el amanecer. Algunos murmuraron, pero el dueño de la viña respondió: ‘¿No os he hecho justicia? ¿O no convinisteis conmigo en un denario? Tomad lo que es vuestro y marchaos’. Madre, así como el dueño de la viña mostró su generosidad, mi tiempo con María de Magdala también se extendió. El aroma a vino que percibes es el fruto de la entrega compartida en la celebración de la vida. La alegría de nuestro encuentro es como el denario que el dueño de la viña dio a todos, cualquiera que fuera la duración de sus jornadas.» María asintió mientras que José, en silencio, mostraba su asombro por el entendimiento de su hijo y en el propósito divino que guiaba cada uno de sus pasos. Sin embargo la inquietud persistía en el corazón de María y quiso saber más. Jesús respondió: «Madre, en el jardín de la vida, María de Magdala es como una flor nacida en la gracia del amor, sus palabras sonaban a música y su presencia era un perfume que llenaba el aire. Como las aguas frescas de un manantial, nuestro diálogo fluía en armonía y en cada gesto podía sentir la dulzura de nuestra fe compartida. Madre, así como el esposo y la esposa se buscan en las sagradas escrituras, María y yo nos encontramos en el jardín de la vida. Sus ojos reflejan la luz divina y su voz suena como una melodía que eleva el alma. Que nuestras acciones sean como versos sagrados, tejidos en la trama del amor eterno. Muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos. Si alguien ofreciera todos los bienes de su casa por este amor, de cierto lo menospreciaría». María, aunque aún inquieta, sintió la profundidad en las palabras de Jesús. Su corazón, como un jardín cuidado por manos sagradas, anhelaba comprender más allá de las palabras y encontrar paz en la certeza del amor que emanaba de su hijo. Jesús, conocedor de la mirada de María, le dijo: «Oh, madre querida, nuestro encuentro ha sido como la danza de dos almas, como un paseo por un jardín perfumado donde cada palabra era como un pétalo que se desprendía, y su presencia, un canto suave que resonaba en el aire. En sus ojos hallé la luminosidad de las estrellas, como dicen las escrituras: ‘Tus ojos son como palomas’. Su presencia era como un jardín florecido, donde las esencias de la gracia y el amor se entrelazan abiertos como un sello sobre el corazón. La fuerza del amor es tan poderosa que las aguas no podrán apagarlo. Nuestro encuentro fue un reflejo de esa eternidad. Cada palabra, cada gesto, exaltaban el divino misterio del amor, aunque mi aliento pueda traerte el aroma del fruto de la viña, porque está escrito: ‘Tu amor es más dulce que el vino’. Como el vino nuevo que se derrama en cántaros nuevos, con ella sentí que cada palabra era una gota de sangre enriqueciendo la copa de la vida. Que el vino de nuestras vidas acuda con la dulzura de ese amor que nos guía.» María, al escuchar las palabras de su hijo, sintió paz en su corazón. 

Entonces, se volvió hacia su esposo José con una petición: «José, ¿no podríamos abrir una de aquellas ánforas que trajeron los pastores como obsequio al portal de Belén, recuerdas? A mí también me gustaría celebrar este momento especial con un poco de vino, como memoria de aquel tiempo sagrado que tan buenos recuerdos nos trae.» José accedió a la solicitud de María. Juntos buscaron entre las humildes posesiones que atesoraban y encontraron un ánfora especial. José, con cuidado, la abrió y el dulce aroma del vino llenó la estancia, como si las esencias de aquellos primeros momentos del nacimiento estuvieran presentes una vez más. María, agradecida, tomó un sorbo del vino mientras reflexionaba sobre las bendiciones compartidas, luego dio otro y pensó en la continuidad de la gracia divina en sus vidas. Y luego otro más, y así siguieron un tiempo. Entonaron cánticos alegres y bailaron, y Jesús les entretuvo con sus parábolas y les dijo: “desde ahora no beberemos del fruto de la vid con toda su gracia hasta el día que beba con vosotros el vino nuevo en el reino de mi Padre”, y luego quedaron los tres dormidos. 

A la mañana siguiente, al despertar de su sueño, María se apresuró a contar a su familia una visión que se le había revelado durante la noche. Sentados alrededor de la mesa, frente a un desayuno de la hostia, con pan ácimo y aceite, escucharon atentamente sus palabras. «Queridos, anoche, después de compartir el vino, tuve un sueño. En mi visión, una paloma blanca descendía del cielo, llevando consigo un mensaje de paz y gracia. La paloma, como en los tiempos antiguos, parecía ser un mensajero de la presencia divina. Sus alas dejaban destellos de luz, iluminando el camino en la oscuridad. En el sueño, sentí una profunda serenidad, como si la paloma trajera consigo la certeza de que estábamos guiados y protegidos. Sus suaves arrullos eran como canciones celestiales que resonaban en el silencio.» Jesús y José escuchaban con reverencia las palabras de María, reconociendo la carga simbólica de la paloma y el mensaje de paz que traía consigo. 

En la quietud del hogar, José se acercó a Jesús, le hizo un gesto, y salieron al exterior para hablar en confidencia. En aquel momento, José mostró su desconfianza hacia la nueva aparición de la paloma en los sueños de María. Bajo un olivo, José habló: «Jesús, aunque sé que solo fue un sueño, no puedo evitar sentir una sombra de inquietud en mi corazón. Las palomas, a lo largo de nuestra historia, han llevado consigo mensajes divinos, pero también han sido símbolo de pruebas y desafíos.» Jesús, respondió: «Padre, entiendo tu cautela. Las señales divinas a veces se nos presentan de maneras que retan nuestra comprensión. La paloma ha sido un símbolo de paz y también de la presencia del Espíritu Santo. ¿No es acaso una forma de la divinidad?» José, reflexionando sobre las palabras de su hijo, continuó: «Sí, lo sé. Pero también hemos aprendido a ser prudentes en la interpretación de los signos. ¿No fue también la serpiente en el Edén un símbolo que llevó a la humanidad por el camino de la perversión?» Jesús respondió: «Padre, la verdad a menudo se revela en fragmentos de vida. Mantengamos nuestros corazones abiertos a la senda divina y recordemos las palabras: ‘Mirad las aves del cielo: no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?’ Confíemos en que, incluso en los misterios, la voluntad divina se despliegue.» José asintió, sin dejar de admirarse de que su hijo respondiera siempre con parábolas y que las tuviera prestas para cualquier ocasión. Siguiendo la conversación, dijo a Jesús: «Hijo, ya que hemos hablado de palomas y de los caminos misteriosos de la divinidad, se me abre el apetito carnal: ¿por qué no te acercas al mercado y consigues tres palomas para nuestro almuerzo de hoy? Que este acto simple también sea una lección y símbolo de nuestra familia. Las acompañaremos con un poco de sémola de trigo».

Jesús, en obediencia a su padre, se encaminó hacia el mercado, un lugar lleno de bullicio y actividad. Al llegar, se encontró con los vendedores de tórtolas y pichones, que ofrecían sus mercancías con un espíritu más comercial que espiritual. Mientras observaba a las multitudes, Jesús notó cómo algunos mercaderes aprovechaban la ocasión para engañar a los compradores, aumentando los precios y desviándose del propósito original del intercambio. La indignación ardió en su corazón al presenciar la deshonra en el lugar destinado a la oración y la reflexión. Guiado por una firme convicción, con autoridad, comenzó a volcar las mesas de los mercaderes, dispersando las palomas y proclamando: «Escrito está: Mi casa será llamada casa de oración, pero vosotros la habéis hecho cueva de ladrones.» El tumulto en el mercado se apaciguó momentáneamente mientras la gente observaba la osada acción de Jesús. A cambio, del propio revuelo que había provocado, se apropió de tres bellos ejemplares de palomo sin entregar moneda alguna en el intercambio. Entre tanto, los líderes religiosos comenzaron a maquinar en contra de él, sembrando las semillas de un conflicto que resonaría a lo largo de los tiempos. Decían: “¿No es este Jesús, hijo de José, el que anda por ahí curando enfermedades y diciendo que es hijo de Dios?” “El mismo”, respondían otros, y así la fama de Jesús se fue extendiendo por toda Judea. “Pues si continúa por esta senda será un milagro que no termine mal”, añadían los más viejos. Y así lo vieron retornar a casa con las aves que había adquirido y algunas especias para sazonarlas.

Fragmento del Evangelio apócrifo de San Agapito

Las últimas palabras

Había cometido los crímenes más atroces, los delitos más depravados: maltrato, secuestro, abuso sexual, violación, asesinato… Entre sus numerosas víctimas se contaban incluso ancianas y niñas de poca edad, a las que torturó sin piedad haciendo gala de una sangre fría impropia de un ser humano, solo la mente de un peligroso psicópata podía concebir actos tan repugnantes. A pesar de que durante el juicio quedaron probadas sus fechorías y no había absolución posible, por consejo de su abogado aceptó hacer uso del derecho a dirigir las últimas palabras al tribunal, buscando quizá un gesto de clemencia que le rebajara la condena. Apenas se atrevió a esbozar una breve disculpa: «Quiero pedir perdón a todos y a todas».

Desplome

Menuda decepción. Todos los noticiarios habían avisado de que las temperaturas caerían en picado. Un desplome de casi treinta grados, aseguraban. La masa de aire frío procedente del ártico penetraría por el noreste y en solo unas horas pasaríamos del calor veraniego a un frío glacial. No había registros por estas latitudes de un descenso térmico tan pronunciado en tan breve lapso de tiempo. Lleno de expectativas, decidí acomodarme en la terraza a contemplar el espectáculo, sería interesante asistir al inédito fenómeno meteorológico, quizá no tendría en la vida ocasión de presenciar de nuevo un evento semejante. Desde mi balcón dispongo de unas vistas privilegiadas del bulevar, ideal para no perderme un detalle del acontecimiento. Incluso eché mano de la cámara fotográfica, por si se terciaba sacar alguna instantánea, y me pertreché en mi puesto de observación listo para pasar la tarde. Sin embargo, al cabo de varias horas de vigilancia, una sensación de tedio empezó a invadirme, todo era más o menos como siempre. Cuando empezaba a oscurecer decidí que ya había tenido suficiente, recogí los bártulos y, desilusionado, me metí de nuevo en casa. Menuda decepción, pensé, qué manera de perder la tarde. No había sucedido nada extraordinario y, por si fuera poco, me estaba congelando de frío.

FIGURACIONES

Empezó como un inocente símil, buscando siempre puntos de comparación conmigo. Con el tiempo, llegó a encontrar tantas semejanzas que terminó identificándose, se convirtió en una metáfora, y lo hacía de forma tan exagerada que resultaba hiperbólica. A menudo usé rodeos, perífrasis o ironías para insinuarle que lo nuestro no llegaría a ninguna parte. Haciendo un paralelismo, le expliqué que no podíamos tener la relación de continuidad de una metonimia, sin embargo ella tomaba la parte por el todo como en una sinécdoque, no percibía la antítesis que había entre nosotros y llegó a un oxímoron de sentimientos paradójicos al declararme su amor y su odio al mismo tiempo. Acabé convirtiéndome en la personificación de su deseo y ella, erre que erre, proseguía con sus aliteraciones, me gritaba “amor mío” o me invocaba con apóstrofes vehementes. A base de repetir anáforas y usando manidos epítetos llegó a plantearme invenciones alegóricas que alteraban el orden de mi vida en un complicado hipérbaton que ya de por sí resultaba bastante simbólico. Se mostraba inasequible al desaliento, mezclaba los sentimientos en una rebuscada sinestesia, me insistía y me insistía abusando del polisíndeton y llegué a descubrir con mis propios ojos el pleonasmo cuando lo que de verdad necesitaba era una elipsis. 

Por terminar esta prosopografía, al final me dejé de retóricas y logré quitármela de encima con un recurso de ficción sencillo: le conté que lo que de verdad me gustaba eran los hombres. Como en una onomatopeya, su interés por mí hizo «pluf» y desapareció de mi vida para siempre.

La vida en juego

IMG_20150412_170342Primero se me ocurrieron las células. Fue solo cuestión de ordenar un poco los átomos de carbono, hice un ajuste fino de sus constantes físicas, y los combiné con partículas de hidrógeno, fósforo o nitrógeno, hasta lograr unas estructuras muy simples con la extraordinaria capacidad de autorreplicarse. Cada célula, desafiando las leyes de la termodinámica, llevaba programadas las instrucciones de reproducción. Cuando me quise dar cuenta, la población había aumentado de forma exponencial. Era fascinante verlas crecer o comprobar cómo se transformaban. Con esta tontería me entretuve varios miles de millones de años, enredado en los códigos del ADN y programando sus bases nitrogenadas. Reconozco que la división celular, con el paso del tiempo, resultaba algo cansina, por eso tuve la idea de ubicarlas en un planeta hostil, aunque habitable. Fue un acierto, empezaron a devorarse unas a otras mientras trataban de superar las dificultades del entorno. Lo habitual era que las grandes se zamparan a las pequeñas, así empezó a animarse todo. Las células de menor tamaño se unían para evitar ser ingeridas por las mayores, y de la unión surgieron los organismos pluricelulares. Se abría un mundo lleno de posibilidades, no había más que seguir probando combinaciones. Con la aparición del sexo conseguí multiplicar los resultados. En lugar de la división, las células decidieron unirse y mezclar su ADN para formar organismos nuevos. Se puso de moda tener cuerpo, ya se encargaban de eso las células madre. Por lo demás, en este juego de supervivencia, a mayor tamaño corporal, más posibilidades de triunfar y transmitir los genes. El tamaño siempre ha importado, digan lo que digan. Con esta diversión me pasé varias eras, enganchado al medio acuático. ¡Resultaba tan adictivo! Había empezado como una simple diversión, por hacer algo, y cuando me quise dar cuenta ya estaba tonteando con las algas.

Este planteamiento inicial me condujo a la fotosíntesis, otra genialidad por la que obtuve el reconocimiento de colegas y superiores. ¿Cómo no se le ocurrió a nadie que se podían usar los seres vivos para transformar la luz del astro más cercano en otro tipo de energía que los mantuviera con vida? Mediante este mecanismo células y algas empezaron a desprender oxígeno a gran escala, mientras que otros seres pluricelulares usaban el mismo oxígeno para respirar y mantenerse vivos. Había buena atmósfera, todo cuadraba. Es cierto que lo de la respiración fue un prodigio que me salió casi por azar, como tantas otras funciones biológicas. Cada nuevo ser orgánico se las ingeniaba para dotarse de un sistema más efectivo de obtener energía y eso desembocó en una infinita variedad de formas de vida, a cuál más curiosa. Si era llamativo lo que ocurría fuera de los cuerpos, el interior no era para menos: vasos sanguíneos, corazón, branquias… Los seres iban desarrollando órganos cada vez más complejos, auténticos aparatos, con estructuras de caprichosa singularidad. Si he de destacar alguno del que me sienta orgulloso, me quedo con el cerebro, el sistema central encargado de controlar a los demás órganos del cuerpo. Miles de especies animales formaron su propia masa encefálica adaptada a las necesidades del medio, ya no sobrevivían solo los más fuertes, sino los que disponían de un cerebro más eficiente. Eran los que mejor se movían. De aquellas transformaciones evolutivas, me gustaría mencionar a los peces, unos vertebrados dotados de ágil movilidad que usaban para fagocitar a otros organismos acumulados en la superficie del agua… Qué decir del plancton, otro de mis hallazgos gastronómicos.

Al principio me bastaba con el medio acuático, solo con las sorprendentes técnicas de camuflaje que ingeniaban los pobladores de las profundidades la diversión estaba asegurada. Pero yo quería más. Conseguí que algunas algas se adaptaran a vivir fuera del agua y que con el tiempo los peces se adentraran en tierra transformados en reptiles, mientras que otros desarrollaban extremidades. Cada ser se acostumbraba al medio terrestre como buenamente podía. No se puede negar que el juego ganaba en interés conforme aumentaba la biodiversidad, daba gusto ver a las hembras poner huevos bajo los arbustos. La vida brotaba por todas partes. ¡A algunos reptiles les crecieron plumas y aprendieron a volar! Por no hablar de los insectos, auténticos supervivientes que escaparon del plancton marino: ellos fueron los primeros en salir volando. Tuve que forzar varias extinciones masivas y reiniciar a partir de un número limitado de especies supervivientes con tal de corregir algunos desajustes, hubo que reestructurar varias veces la cadena evolutiva, y lo logré a base de cataclismos y cambios climáticos bruscos. Una pasada. Todo se fue complicando cuando un grupo de reptiles, al sentirse amenazados en un entorno tan impredecible, se empeñaron en asegurar la supervivencia de su progenie, dejaron de poner los huevos y les dio por preservarlos dentro de sus vientres hasta que los engendros alcanzaban un desarrollo más completo. A pesar de esta pretendida madurez, las criaturas no se bastaban a sí mismas para procurarse el alimento, las hembras se vieron en la obligación de cargar con ellas y alimentarlas hasta que pudieran valerse por sí mismas. Habían aparecido los mamíferos, otra de esas soluciones que hubo que improvisar. De cualquier modo, fue un acierto lo de las mamas, nunca pensé que iban a darme tanto juego. A veces bromeo diciendo que fue un cambio de la leche.

Sin embargo, estos mamíferos complicaron aún más la vida en tierra, no es extraño que los más inteligentes se cansaran y acabaran volviendo al agua. Empezó la caza mayor, nada que ver con la placidez de aquellas inocentes células fagocitadoras. De pronto me encontré con criaturas que morían de hambre tras perder a sus progenitores, quizá víctimas de algún depredador. El sufrimiento se me iba de las manos, la estaba liando parda, no había previsto tanto daño. Lo que son las cosas: resultó que el dolor iba unido al desarrollo cerebral. Ese órgano del que tan orgulloso me sentía fue el principio del fin.

Algunos mamíferos del orden de los primates evolucionaron a tal extremo que aprendieron a usar la cabeza de manera peculiar y dejaron de vivir en la inmediatez del lugar y el momento presente, ya no les bastaban los rituales de apareamiento ni el sencillo entretenimiento de comer y evitar convertirse en pasto de los depredadores, gracias a sus habilidades se instalaron en la parte superior de la pirámide alimenticia y les dio por hacer planes. En los ratos ociosos, entretenidos con la versatilidad de sus miembros digitales, lograron desarrollar un proceso de actividad cerebral al que llamaron pensamiento, ayudados por complicados sistemas de lenguaje que ni ellos mismos entendían del todo. Eso les condujo a una lucha fratricida en su burda soberbia de tratar de dominar al resto de las especies o a sus propios congéneres más débiles, y todo para procurarse mejores opciones de apareamiento. No solo pretendían asegurarse las provisiones de alimentos o de parejas sexuales válidas, a sus inquietas mentes les dio por acumular conocimientos. En este delirio, una minoría de individuos se valieron del pensamiento con ánimo de descubrir los mecanismos biológicos de los que procedían, o trataban de entender el universo que les rodeaba, inventando para ello torpes instrumentos de observación con los que apenas alcanzaban a ver más allá de sus narices. Simpáticos, los científicos. Mucho peor fueron los otros, la mayor parte de estos primates trataban de compensar su ignorancia a base de creencias sobrenaturales que ellos mismos tramaban y transmitían de generación en generación. Y solo por haber desarrollado esta clase de habilidades se consideraban a sí mismos racionales. Sin embargo, fue esa pretendida lucidez la que acabó con la biodiversidad que habíamos logrado después de tantos millones de años de evolución y esfuerzo. Mis superiores acabaron perdiendo el interés por el juego de la vida y me retiraron la confianza, sobre todo porque los ingresos descendieron de forma brusca cuando los usuarios, los propios seres vivos, iniciaron el camino inexorable del exterminio definitivo. Al final yo mismo me cansé de ese mundo, en medio de la lucha por la supervivencia los humanos más grotescos se cargaron el equilibrio medioambiental que tanto había costado lograr, renegaban de sus ancestros o se creían inmortales mientras lo contaminaban todo, cuando ni siquiera habían entendido aún algo tan básico como el problema de la radiación electromagnética de un cuerpo negro. ¿No eran tan inteligentes? Pobres diablos. Resultó fácil aniquilarlos, ellos mismos se encargaron del trabajo sucio.

Hoy ya no queda casi nada de aquello, tan solo un planeta poblado por aburridas bacterias que ya no interesan a nadie. A pesar de todo, antes de la absoluta extinción tuve la previsión de hacer una copia de seguridad del código, nunca se sabe si te puede venir bien para otro juego. He replicado algunos fragmentos en un acuario, una inmensa pecera que produce a sus habitantes una falsa ilusión de infinitud. Allí conservo algunas especies marinas que me siguen resultando fascinantes, a menudo me quedo absorto en su contemplación.

Tuve también la ocurrencia de rescatar de la extinción a un único ser humano asexuado. Lo he ubicado sobre una isla. El pobre está muy solo, no sabe cómo ha llegado allí ni le importa demasiado, ya está bastante entretenido buscándose el alimento, enganchado a la vida. Menos mal que le gustan las larvas, los insectos y las hierbas, así no molesta a los peces. Prefiero mantenerle en la ignorancia, es tan cándido… No sé por qué, pero reconozco que al desgraciado le estoy tomando cierto aprecio. Si un día me pilla de buenas, igual me animo y le doy otra oportunidad.